martes, 27 de mayo de 2008

Pequeño tormento


Hubiera querido escuchar música mientras la miraba, como para satisfacer mi cursilería. Las manos pequeñitas, torpes y laboriosas. Los pies juntitos. Los cachetitos, la naricita, los ojitos. Hasta pensaba en diminutivo. Quería correr a abrazarla, pero hubiera roto esa armonía natural entre la ternura y la concentración despreocupada. Además temía que no entendiera. Me aterraba pensar que su muñeca pesara más en la balanza que mis ganas de abrazarla. Yo también era un niño.
Espiaba su juego tratando de descubrir en qué momento los adultos perdemos la capacidad de entregarnos francamente a la fantasía. Además quería descubrir mis propias manías, para odiarme cuanto antes. Para tratar de protegerla de un destino indeseable. No sé si no los quise ver o si efectivamente no habían rastros míos en su inocencia. Tampoco pude descubrir a su madre, salvo por la mirada: ambas veían, estoy seguro, mis verdades desnudas. Y ninguna de las dos parecía reprocharme nada, sin embargo. Lo que sí no llegaba a entender, en todo caso, era cómo esa pequeña, pequeñísima persona me podía motivar tanto amor y miedo a la vez. No podía ni sentir todo el amor a la vez, pues éste me hubiera matado de felicidad. Tenía que irlo sintiendo de a pocos, para mantener cierta cordura. Pero también sentía un miedo tremendo. Un miedo al que no podía mirar de frente porque me cortaba la respiración. Miedo a quererla tanto. Miedo a tener que verla crecer. Miedo a sus pesadillas, a su hambre, a su mal humor. Miedo, sobretodo, a que vaya pareciéndose a mí.
Quería enseñarle el mundo, todo a la vez, con tal de ver su expresión de asombro. Me impacientaba por momentos porque no podía comprender que en ése momento su muñeca era todo el mundo que debía y quería conocer. Quería ser un niño otra vez para poder escucharla mejor y, talvez, para dejar de sentir tanto miedo. Las ganas de correr hacia ella no se iban y no podía esperar a que se durmiera para acercarme sin que lo note. Pero me quedé ahí petrificado, incapaz de entrar sin permiso a su regocijo. Simplemente podía agradecerle en silencio todo lo que me estaba dando, aún sin saberlo ni entenderlo. Pero también me dio vergüenza. Vergüenza de no ser mejor. Me recriminé severamente por todos los defectos que poseía. Me arrepentí profundamente por los errores cometidos. Me convencí que de haber sabido que algún día estaría ahí parado mirándola, hubiera hecho todo muy diferente. Quise esconderme más.
Quise sonreír. Sonreír porque yo ya no era yo, era ella.

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