jueves, 22 de mayo de 2008

Anoche

Me desperté con la boca seca y con la cabeza llena de pedazos de sueños ridículos. Levantar mi cuerpo a esa hora era cosa seria. Tambaleándome llegué a la cocina. No sé cómo pero en el trayecto apareció un pucho humeante entre mis dedos. Me paré frente a la cafetera y le lancé esa mirada de súplica: ¡Dame café! Todas las mañanas era tan gentil. Me senté en el comedor con el café, el pucho, y el periódico. No tenía fuerzas más que para ver la foto que fuera más grande y tratar de intuir la noticia. En la foto había un loro enrejado. Asesino, pensé. Mató a su pareja por celos, obvio. Sonreí al notar aún mi capacidad de ser tremendamente estúpido a veces. Por no contradecirme tan temprano no quise ni leer la noticia. Hubiera ofendido al reino de la resaca que me permitió condenar al loro a varios años de prisión.

Los rayos de sol llegaban a duras penas hasta el pasto. Me quedé un buen rato deseando ser ese perro enano y sucio que trataba tercamente de calentarse echado en el jardín. Los timbrazos desaforados me sacaron violentamente del trance. Era mi novia, mi media naranja: “Hola, gordo, ¿cómo estás?” La voz me temblaba un poco: “Bien, amor…tu?” Con el correr de los segundos me iba metiendo más en el papel del noviecito. “¿Qué tal ayer?” se atrevió a preguntarme. “…(ayer…ayer…ya, salí con Diego. Chelas en su jato, luego en Barranco, luego en Miraflores, luego en…en?)… Bien. Conversando.” Luego pasamos a otros temas, pero me quedé con la pregunta penando en mi cabeza: ¿Qué demonios pasó ayer? Luego de pactar la hora para vernos, colgamos. Me quedé unos segundos con el celular en la mano. Ayer…ayer…Traté de reconstruir la noche a pocos. La secuencia se medía casi en litros de chela. Primera verdad: La pasé con Diego. Estuvimos cheleando en diversos puntos de Lima. Me acordaba del esqueleto de la noche, eso estaba bien. Me acordaba de Barranco. Luego de Miraflores. Me acordaba que ya en Miraflores veía demasiado borroso todo. Me acuerdo que me reía porque casi no podía articular las palabras. ¿Qué pasó después? ¿Cómo llegué a mi casa? Habían demasiadas lagunas. Llamé a Diego con la esperanza que él, teniendo mejor cabeza que yo, me pudiera explicar el desenlace de la noche. “Habla, tío”. “Habla, ‘on”. “Oye, ¿que mierda pasó ayer?” “Puta, broder, creo que la cagamos”.
Habíamos, aparentemente, terminado en una pequeña discoteca en Aviación. Bailamos como desaforados las grotescas canciones que pasaban junto con las chicas que habíamos sacado a bailar. Eran bastante feas pero bailaban bien, según me contó mi amigo. Mi pareja de baile me propuso irnos al baño a fumarnos un huirito. Accedí. Metidos en un cubículo, y después del porro, comenzó a desatarse la libidinosa escena. Terminamos jadeando como animales en ese resinoso cubículo. Diego hizo lo mismo con su pareja de baile en algún momento de la noche. No me acordaba de nada, Diego tuvo que explicarme la noche juntando pedazos de lo que también él podía recordar.
Nos sentíamos mal. Ambos habíamos sido infieles a nuestras novias. Ambos habíamos violado esa boba promesa a nuestras novias de no fumar hierba. Pero ya estaba hecho. Una mañana de resaca y arrepentimiento fueron suficientes para continuar como si nada hubiera pasado.

Ignacio murió años después de sida. Había contagiado a su enamorada de entonces, María Alejandra. Ella aún vive.

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