viernes, 23 de mayo de 2008

Por ahí

Estaba sentado sobre la arena, cagándome de frío. Quería llorar, pero llorar solo siempre me hacía sentir más incómodo de lo que soporto. Unos minutos antes estuve sentado en la terracita de esa casita de playa, junto con un par de amigos, experimentando nuevamente cómo navegar sobre un mar de ron. Las conversaciones fueron mutando hasta un punto honestamente hilarante. Y así, riendo y disfrutando de la alcohólica amistad, volvió ese recuerdo pesado. Aparecía sin previo aviso, me tapaba la boca de un cachetadón y me dejaba a penas con las fuerzas suficientes para seguir levantando el vaso hasta mis labios. Me fui al baño para mirarme al espejo y sentir lástima de mí mismo, para ver si así el recuerdito se daba por bien servido y me dejaba en paz. Lo que vi no me permitió sentir lástima. Estaba despeinado, mal afeitado, los ojos vidriosos. Todo lo había visto venir. Todo lo había visto antes, tantas veces. Era mi yo atormentado, como si no lo conociera. Salí del baño y me arrastré hasta la terraza. “Puta, estoy muy zampado. Me voy a latear un toque”. No sé si mis amigos comprendían mi estado o si simplemente mi ausencia no les importaba tanto. “Dale” dijo uno, mientras el otro prefirió responderme llenando su vaso de ron. Caminé pesadamente por la arena. Ya cuando sentía que la arena estaba suficientemente húmeda, me dejé caer. Echado boca arriba, con los brazos abiertos: mi postura de guerra para esos momentos.

(Me levanté y caminé en la penumbra. Tarareaba silenciosamente Crazy Life de Toad the Wet Sprocket. Levanté la mirada y a lo lejos vi un puntito, supongo que una persona, no sé si caminando hacia mí o alejándose. Seguí caminando. El punto se iba haciendo más grande. Me irritaba tener que compartir mi soledad disfrazada de orilla. El punto iba tomando forma, parecía una mujer. Genial, me dije, como si eso fuera a cambiar algo mi situación. Pero no podía evitar el fantasear. Talvez era mi alma gemela, nos encontraríamos por fin después de tanto tiempo. Seis metros, cinco metros. A los tres metros pude distinguir los rasgos. La boca un poco chueca, los ojos ligeramente cerrados, las mejillas húmedas: estaba llorando. Pasé a su lado mirándola fijamente, sin atreverme a decir algo. Me miró de reojo, como invitándome a no joder. Seguí caminando unos metros, sin poder quitarme la imagen de la cabeza. Di la vuelta y fui tras ella. Dos metros: “¿estás bien?" Ninguna respuesta. Un metro: “Hola…¿estás bien?” Volteó aún más empapada en lágrimas que antes, me miró desconfiada y me mandó un “¿Qué?” “Si estás bien…” Pasaron 3 segundos, su cara comenzó a deformarse y estalló el llanto. No sabía qué hacer. “¿Que pasó?” No respondía. Me acerqué tímidamente y le puse una mano en el hombro. Repetí la pregunta. No respondió. Me abrazó. El abrazo era desesperado, descorazonado, tremendamente cálido. Nos quedamos un buen rato, abrazándonos, ya no dije nada, me concentraba en abrazarla fuerte. Seguía sollozando en mis brazos. De pronto aflojó los brazos, dejó de sollozar, tomó mi cara con sus manos, y encontró mis labios en la oscuridad. No entendía nada. No entendía tampoco como ese beso me era tan familiar. Como si fuera un beso más de los miles que nos habíamos dado. Era un beso delicioso, hubiera podido quedarme horas así, besándola y abrazándole la cintura. De un momento a otro dejó de besarme, retrocedió bruscamente y me miró. La mirada era casi de rabia. Me dio una fuerte cachetada en la mejilla. Luego comenzó a caminar tranquilamente hacia las casas. Seguía sin entender. Se iba alejando y yo sin saber si seguirla, llorar o cagarme de risa. Cuando se perdió entre las luces me senté nuevamente en la arena.)

Seguía echado en la arena. La historieta sólo había logrado distraerme unos segundos. Me senté. Miré a los lados. Oscuridad a la izquierda, oscuridad a la derecha: estaba solo. Miré el mar. Por momentos parecía reprocharme, luego consolarme. Quise hablarle, decirle todo, confesarle que no podía más. Quería reprenderlo por guardar toda mi historia, incluidos los momentos que me cortaban la piel. Pero no pude. Me levanté y le di la espalda, odiándolo por haberla dejado partir. Porque ahora estaba solo, dándole la espalda, lleno de ira y miedo.

Llegué abatido a la terraza. Mis amigos estaban en un estado etílico lamentable. Me dijeron un par de idioteces sin sentido que los llevó a ruidosas carcajadas. Me senté, ensayé una sonrisa hipócrita y me serví otro vaso de ron. Un vaso tras otro. Me iba perdiendo en los vasos. Solo. Los recuerdos agrios se iban agriando más. Unas horas después me vencieron.

No hay comentarios: